Orgullosas damas de canas y changuitos

Viven solas pero saben encontrar amigos que las ayuden. Se jactan de ser independientes y celebran la vida a pesar de los achaques y las pérdidas.

Aparecen en la ciudad con los primeros rayos del sol. Acarrean changuitos que van a llenar de víveres, pasean con correa a las mascotas inquietas que salen a hacer sus necesidades en algún arbolito, o llevan apretado bajo el brazo el monedero para pagar los impuestos. Están en todos los barrios, los más paquetes y los más humildes. Conocen a los verduleros, carniceros, kiosqueros, encargados y vecinos de los edificios. Tejen redes de ayuda, solidaridades y pequeños mecanismos que hacen más fácil la vida de todos los días para quienes el cuerpo ya no es el de antes. Según los datos del último censo de octubre de 2010, un 16,4% de los habitantes de la ciudad tiene más de 65 años. La esperanza de vida de las mujeres es de 80 años, mientras que la de los hombres alcanza hasta los 73. Esto produce una realidad cada vez más común: mujeres, abuelas y bisabuelas, viven solas y enfrentan todos los días una ciudad muchas veces caótica y acelerada.

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Tres historias
Chichita tiene 88 años. El acento de su Corrientes natal todavía la acompaña a pesar de que hace ya muchos años que no vive allí. También su vocación docente. Vivir sola es algo nuevo para ella.

Conoció a su marido a causa del destino, dice. “Fue de lo más cómico. Había escasez de leche y yo –era maestra rural– le mandaba a mi madre día por medio con el colectivo. Y en uno de esos viajes pasaba Dardo a visitar a sus parientes en Esquina, mi pueblo. Y ahí me vio y así lo conocí, llevando leche y huevos en colectivo.”

Chichita y Dardo tuvieron dos hijos. Más tarde se separaron. Cuando crecieron los hijos, Chichita se fue a vivir con su hermana y con su mamá. Esa convivencia, que ella describe como excelente, duró 30 años. El año pasado, su hermana falleció y desde entonces Chichita vive sola en su departamento del barrio de Balvanera: “Nunca quise vivir con mis hijos. Los chicos tienen otra costumbre, otra manera de vivir. A mí no me gusta que me presionen, me gusta vivir sola, hacer mi vida, salir a pasear cuando quiero”.

Fue docente toda su vida, incluso en los lugares más recónditos: ”La época más linda de mi vida fue en el campo, las maestras vivíamos en una casa grande, que también era la escuela, en el monte cerrado, en Guayquiraró. Teníamos una huerta, criábamos gallinas, cocinábamos para los chicos que muchas veces apenas si hablaban castellano, su lengua era el guaraní. Una vez tuvimos que hacer un censo de mujeres para el documento de identidad, a caballo buscando la gente.”

La ciudad ofrece obstáculos para moverse se tenga la edad que se tenga. Pero no para Chichita: ”A la mañana salgo, hago los mandados. Tengo una señora que me ayuda, si no me cocino yo. Si se me rompe algo en la casa, el vecino me ayuda. Llamo gente que arregla cuando necesito. Pago todos los servicios en un Pago Fácil. Voy hasta el centro a pagar mi alquiler. Según mis hijos tengo que ir en taxi, pero muchas veces voy en colectivo. No me molesta para nada la cantidad de gente que hay”. A pesar de que hace poco unos chicos le arrebataron el monedero, dice que no se resigna a viajar en taxi. “Tengo la Sube, tengo celular. Me lo dieron porque un día los chicos (57 la “nena”, 53 “el nene”) me buscaban y no me encontraban y se llevaron un susto, entonces al día siguiente me dijeron que me hacía falta algo para que pudieran localizarme.”

Tita

Tita tiene 89 años. Quedó viuda cuando era muy joven. Sus hijos ya grandes habían armado sus familias, y su hija mayor se había radicado en Francia. Hace 12 años comparte sus días con Lolita, una beagle incondicional, y un poco consentida. El tiempo no ha hecho que Tita se amargue. Convenció a sus vecinas de dejar el marrón y el negro a la hora de vestirse. A sacarse el rodete y a arreglarse, aunque más no sea, para ellas mismas. Según sus palabras “a la vejez hay que ponerle color”.

Está acostumbrada a pelearla. Antes de cumplir sus 18 años, en 1943, entró a trabajar en la policía, un ambiente mucho más masculino en ese entonces que en la actualidad. Rindió varios exámenes –para los que estudiaba después de su trabajo y mientras cuidaba a sus dos hijos pequeños– para ascender y llegó a ser subinspectora, puesto en el que se jubiló. Pero eso no fue todo. A los seis meses, “se aburrió” y decidió hacerse cargo de una agencia de seguridad que su esposo dirigía antes de morir. Si la policía era un ambiente masculino, la seguridad privada lo era mucho más: fue la primera mujer que se hacía cargo de semejante empresa, pero siguió el consejo de su marido “cuando estés en un atolladero, recurrí al que sabe”. Así fue como lo logró. Se dedicó a eso 11 años.

Su vida de jubilada la pasa visitando a sus nietos en Francia: “Traté de vivir lo mejor que podía dentro de mi soledad. Pero las mujeres nos manejamos bastante bien sin necesidad de tener un hombre al lado. Yo después de un intento de hacer una pareja, me di cuenta de que no lo necesitaba”.

Ella se ocupa de todos los asuntos de su casa y los mandados. Además aprendió a usar internet para comunicarse con sus nietos. Manda e-mails y usa Facebook. Cuando no entiende algo de su computadora la llama por teléfono a su hija para que le explique.

María Alicia

María Alicia tiene 90 años. Le dicen Chichí de toda la vida. Nació en Entre Ríos, Gualeguaychú y aún extraña su provincia, las casas grandes y la calidez de la gente. Se recibió de maestra “siendo muy chiquilina”. Su soledad llegó pronto: se separó siendo muy joven y su única hija falleció. Para ese entonces ya tenía una nieta, Florencia.

Afiliada número 0004 al Partido Justicialista, la vida de Chichí giró en torno al trabajo: “Yo estuve en el Ministerio de Trabajo, en el Instituto Nacional de Previsión Social y en Medicina Social. Así que toda mi juventud me la pase trabajando y pensando en los demás. Soy muy emprendedora, siempre me gustó aprender de todo. Ésa es la satisfacción que me queda en la vida y por eso llegué a mis 90 años. Siempre me he valido de mi esfuerzo”, cuenta. Los ideales fueron lo que la movieron en todo ese tránsito: “A mí edad ya debería estar acostada en la cama. Pero sigo, cuando tenía 20 era peor. Desde ese momento hasta ahora no cambie nada de lo que pienso. Siempre me gusta defender al que tiene menos”.

María Alicia limpia su casa, “arregla su bulín” le gusta decir, sin ninguna ayuda. Hace sus mandados, va sola a hacerse sus análisis y si tiene alguna dificultad pide ayuda a la encargada de su edificio o a su nieta. Si tiene que trasladarse y la distancia no es mucha, va caminando, a pesar de haberse caído hace poco, sigue moviéndose “porque no se puede hacer otra cosa”. Si no, se toma un taxi. Pero nunca deja de hacer ella misma sus cosas.

Las ausencias y las presencias
La lucha de todos los días no es con el caótico transporte porteño. Tampoco con los estafadores de ancianas, ni con los ladrones de carteras. La batalla que dan todos los días las abuelas que viven solas en la ciudad, como escribió el poeta Mario Benedetti, es con las ausencias transitorias y las definitivas. El tiempo con los hijos y los nietos pocas veces alcanza para quien vive solo. Las amistades que ya no están se sufren y también la pérdida de los familiares cercanos. Los recuerdos y las fotos pueblan las casas y los días. “Tenía muchas amigas, pero casi todas se fueron antes que yo. Pero hablo con cualquiera. Estoy en una cola del banco y me pongo a hablar, sin contar intimidades, pero a charlar de una cosa o la otra”, cuenta Tita.

Pero también están esos pequeños regalos de los años que ablandan la vida diaria, los nietos y los hijos. “El día que más disfruto de la semana es el domingo. A la tarde nos reunimos todos en casa de Olga, mi hija, y tomamos el té juntos. Disfruto muchísimo cuando estoy con mi bisnieto. Tiene los ojos celestes como mi abuelo alemán, y se sonríe, toca un bongó que le regaló su tío, es hermoso. También tengo amigos. A muchos los conocí trabajando, conservo amigos que son padres de ex alumnos, vecinos de la casa en la que vivía con mi hermana y mi madre”, cuenta Chichita.

“Mi nieta sacó mucho de mí, le gusta estar activa, va a teatro, a reuniones y no deja de atender a sus chicos por eso. Ha sido una luchadora Florencia y hace bien”, cuenta Chichí, orgullosa. Nieta y abuela aúnan esfuerzos para verse, a pesar de las distancias y del ajetreo, y Florencia le alcanza los periódicos que su abuela tanto disfruta. Tita por su parte, aprovecha el tiempo con su hija, recién llegada de Francia: “Vamos al cine, salimos a comer. Comparto mucho con ella porque nos entendemos bien y somos demostrativas. También veo a mi hijo y a mis nietos. Me encantan los chiquitos y sus sonrisas. Disfruto mucho de estar con gente joven. Me encanta la energía que me transmiten”.

Viejos son los trapos
Los días no se pasan sólo acudiendo a los conocidos y a la familia. Hay que ocuparse el tiempo y cada mujer tiene su rutina propia. “Trabajé en una academia que preparaba a los chicos para el ingreso a los colegios que dependen de la UBA. Seguí trabajando con chicos que venían a casa. Después empecé a dar clases en una asamblea popular a chicos carenciados. Ayudo a mi nieto menor en el Otto Krausse. También hago viajes con los jubilados.” Como si eso fuera poco, ahora que cambió de barrio, Chichita ya tiene previsto ir a un centro de jubilados donde dan talleres de memoria y tiene un proyecto para enseñarles a los chicos a hacer huertas en las escuelas.

Chichí disfruta de la lectura: ”Siempre me gustó todo lo que fuera noticias y novedad, me gustaba mucho el periodismo. Todavía leo los diarios y los periódicos que me trae Florencia. Para ver qué opinan, hay que informarse. De noche miro el noticiero. Para mí es una satisfacción. Sigo yendo a votar. Siempre tuve el mismo ideal, tengo el escudo peronista en mi casa. Me encanta conversar de política”.

Tita extrañaba a sus nietos y a su marido y buscó en qué ocupar el tiempo: “Fui a un lugar que se llama El Ceibo, donde enseñaban folklore, me gustaba mucho la música y era un buen ejercicio. Estudie tres años italiano, aprendí computación. Cuando estuve en Francia, que me quedé seis meses, fui a una escuela para extranjeros, para tratar de aprender. Voy mucho al cine, escucho música. Estoy yendo a un coro. Tenemos un repertorio divino. Mi sueño a los 11 años era ser cantante lírica. Me ponía al lado de la radio y cantaba”.

A pesar de que los huesos muchas veces duelen y la memoria se pone caprichosa, la clave de los años es seguir andando. Mujeres y luchadoras de todos los días, disfrutan de los momentos chiquitos y los grandes, de la felicidad de ver crecer a los nietos y por qué no, de la libertad de no tener presiones laborales ni familiares. La clave es siempre la misma, como escribió Benedetti, “defender la alegría como una trinchera”.

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